DE PERSONAS Y LIBROS

 


    Célebre es el dicho que se atribuye a un anciano de una tribu africana que se resume en la siguiente idea: “Cada vez que muere un viejo, desaparece una biblioteca”. Con las cautelas correspondientes, creo que es un pensamiento que puede   aplicarse a cualquier contexto y entorno, en el tercer y en el primer mundo; en Melanesia y en Extremadura. Algunos antropólogos consideramos, incluso antes que fuera uno de los fundamentos de la UNESCO en relación con su concepción del Patrimonio Cultural Inmaterial, que nuestros libros, nuestras primeras fuentes de información son las personas, asumidas como sujetos y no tanto como objetos cosificados. En nuestro quehacer profesional durante el Trabajo de Campo Etnográfico, la interacción con la gente, la observación directa, sistemática y sobre acontecimientos relevantes, la conversación informal y las entrevistas previamente concertadas y realizadas posteriormente cara a cara son parte de las técnicas sur terrain que aplicamos y ponemos en escena para obtener información de primera mano. Por supuesto que no renunciamos a ninguna fuente de información que pueda ser útil a las investigaciones que llevamos a cabo: orales, audiovisuales, escritas (documentales e impresas), formales, informales, administrativas, institucionales, demográficas, económicas, cartográficas, etc.

    Ni durante los estudios preuniversitarios, ni en la universidad fui el primero de la clase, salvo en materias puntuales que suscitaron en mí un gran atractivo. Mi interés por los libros, probablemente, tiene su origen en la nutrida biblioteca que mi padre tenía en casa. Y sin género de dudas deriva, asimismo, del valor que tanto él como mi abuelo paterno daban a la cultura.  Mi padre, a pesar de haber sido militar, fue un hombre culto, lector impenitente que, en mi onomástica, en los cumpleaños y en otros momentos clave del ciclo anual solía regalarme algún libro o me sugería que comprara o leyera tales o cuales obras de los autores clásicos. En mi casa de origen, desde niño siempre oí hablar y vi en la biblioteca obras de Homero, Séneca, San Agustín, Cervantes, Maquiavelo, Erasmo de Rotterdam, Quevedo, Calderón de la Barca, Torres Villarroel, Balmes, la condesa D’Aulnoy, Goethe, Daniel Defoe, Gabriel D’Annuzio, Unamuno, Ángel Ganivet, Pio Baroja, Azorín, Valle Inclán, Gabriel y Galán, Reyes Huertas, Ortega, Luis Chamizo, Gregorio Marañón, Ramón J. Sender, Ernesto Giménez Caballero,  Camilo J. Cela, Julián Marías, J. Antonio Vallejo Nájera; pero también ediciones de Kafka, Soren Kierkegaard, Rudyard Kipling, Albert Camus, Hemingway, Werner Keller…Si bien, las especialidades bibliográficas de mi padre fueron el arte, la historia y la guerra civil española. Con tal tradición familiar, desde que inicié los estudios universitarios adquirí la afición de la lectura invirtiendo un tiempo significativo en la consulta de bibliotecas generalistas, que con el transcurrir del tiempo y con la paulatina definición de mis gustos fui sustituyéndolas por las que custodiaban fondos más especializados y de referencia para mi formación futura. Poco a poco me interesé por las ciencias sociales, y en particular por la antropología social.  De hecho, hoy cuento con una biblioteca de en torno a siete mil ejemplares. La mayoría de ellos son de temas antropológicos, etnológicos, etnográficos, sociológicos, americanistas, relativos a las culturas de los pueblos de la Península Ibérica, sobre cultura popular y tradicional; pero también poseo un fondo numeroso respecto a las realidades territoriales, culturales, sociales, lingüísticas y simbólicas de los extremeños. De manera que, aunque “jerárquicamente” los libros principales de los antropólogos son la personas; los libros impresos, así como los documentos manuscritos, son fundamentales en nuestra formación, para encontrar categorías comparativas y, en suma, para producir conocimiento. Pero, sobre todo, para disfrutar del sin par gozo que produce la lectura y la investigación.

Javier Marcos Arévalo

4-III-2021


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