MEMORIAS DE UN BIBLIÓFILO EXTREMEÑO EN EL SIGLO XX
RICARDO HERNÁNDEZ MEGÍAS
Llegué a Madrid allá por el año 1966 desde mi tierra de nacimiento, Extremadura, previo paso por Sevilla donde estuve estudiando durante dos años en los Salesianos de la Santísima Trinidad, colegio del que guardo recuerdos enfrentados. Por una parte, era una gran oportunidad para un muchacho cuyo destino era inexcusablemente el campo o empleado de cualquier comercio en la, por entonces, pequeña ciudad pacense, a donde nos habíamos traslado la familia pocos años después de la muerte de mi padre, y en donde tuve la inmensa suerte de poder estudiar, ayudado por una Beca del Ministerio de Educación, como tantos otros niños de aquellos años de penurias, donde todavía el recuerdo y las trágicas consecuencias de la guerra civil española se dejaban ver y sufrir en muchas casas, en las calles y en las vidas de los ciudadanos de las pequeñas ciudades provincianas, donde la falta de trabajo para la gente joven era un gran problema que nunca se ha resuelto del todo después de tantos años de democracia, donde la igualdad de oportunidades debe primar sobre otras cuestiones y de tantos cambios en nuestro país.
Las casetas de la Feria del libro estuvieron durante muchos años apoyadas en las tapias del antiguo Ministerio de Fomento, hoy Ministerio de Hacienda.
Señalo lo de recuerdos enfrentados en el colegio, no como una denuncia o rechazo hacia el colegio, ni mucho menos hacia los profesores que con tanta eficacia y respeto nos atendieron en el tiempo que estuve en el colegio sevillano. El problema tenía un componente personal, que ahora desde la distancia de los años, me puede parecer hasta divertido pero que, en aquellos tiempos de formación, tanto educativa como de maduración juvenil me causó algunos problemas.
Tanto en mi pueblo de nacimiento. Santa Marta de los Barros, como en la ciudad de Badajoz, en uno de cuyos barrios nos instalamos durante muchos años, yo era un muchacho libre que vivía mi vida más cercana al campo y a la naturaleza que a los problemas del centro donde estudiaba, aunque siempre mantuve una actitud respetuosa con el profesorado y con mis compañeros de cursos, sacando siempre buenas notas, entre otras cosas, porque no podía perder la Beca que me obligaba a sacar una nota media bastante alta si lo comparamos con los nuevos sistemas de ayuda al alumno, donde no hay un baremo muy exigente que les obligue a aprobar todas las asignaturas si quieren tener las señaladas ayudas.
Mi vida diaria, una vez que finalizaban las horas de clases, (otras veces entre las mismas) las dedicaba a hacer deporte, el poco deporte que por entonces podíamos hacer en una ciudad sin instalaciones deportivas, pero que nosotros compensábamos con el tiempo que le dedicábamos a la natación en el, por entonces, limpio y cristalino río Guadiana, en cuyas orillas teníamos nuestros campos de fútbol, principalmente, y en donde nos refrescábamos en cuanto lo deseábamos, prosiguiendo el partido a nuestra voluntad.
Para mí, en aquellos años entre la infancia y la pubertad, el río Guadiana era mi segunda casa, y en sus orillas hacía segunda mi vida, sobre todo por mi pasión por la pesca, “deporte” en el que me convertí en un excelente experto, y de cuyas aguas sacaba en muchas ocasiones la materia alimenticia con la que completar los pocos recursos que en mi casa entraban con el escaso sueldo de mi madre, y el siempre insatisfecho apetito de mis tres hermanos.
Pueden ustedes comprender que un joven criado en la libertad de los campos extremeños se sintiera inseguro y molesto en la claustrofobia del internado, por mucho que la “cárcel” tuviera barrotes de oro. Solamente el deporte y mi encuentro por segunda vez en mi corta vida con los libros, fueron lo que, según mi propia opinión, me salvaron de más de un naufragio anunciado. Cuando salí del colegio con mi título bajo el brazo, volví a sentirme libre, con el angustioso deseo de volver a mi tierra y retomar mis ansias de recuperar mis cañas de pescar y mi sedal como una tabla de salvación.Después de muchos años, las casetas pasarían a la verja del Jardín Botánico.
Por aquellos mismos años en que tuve que regresar a Badajoz, una vez terminados mis estudios en Sevilla, habían llegado a la ciudad un grupo de jóvenes jesuitas con el propósito de levantar un centro educativo que diera respuesta a tantas necesidades como había en materias educativas, sobre todo en los barrios periféricos de la ciudad, donde muchos jóvenes no tenían la oportunidad de obtener una formación que les ayudada a buscar otras oportunidades que no fuera el campo o la emigración, como venía sucediendo desde hacía bastantes años.
La llegada de estos jóvenes y entusiastas jesuitas, que no tenían por el momento un lugar concreto donde desarrollar sus planes ni sus propias vidas diarias, fue un gran acontecimiento para una ciudad tan necesitadas de iniciativas sociales y culturales como promovieron en aquellos años de grisura y necesidades en una sociedad como la pacense aherrojada por la memoria y los acontecimientos vividos en la ciudad durante la guerra civil, cuyas heridas y rencores tardarían muchos años en cerrarse y olvidarse.
Dicha llegada, capitaneada por un joven y aguerrido personaje que sacudió los cimientos estudiantiles y sociales de la ciudad y que era conocido con el nombre de Padre Palencia, coincidió con la contratación de mi madre para que se hiciera cargo de su subsistencia diaria, es decir, de su comida y atención a su ropa diaria, que en más de una ocasión, por falta de otro lugar para hacerlo, se hacía en mi propia casa, donde se fue forjando una relación de amistad, que en el caso de mi madre, ya como “gobernanta” del nuevo colegio que se estaba levantando cerca de nuestra casa, duraría hasta la fecha de su jubilación muchos años después, así como en la mía propia, pues ellos fueron los que me empujaron a seguir con mis estudios facilitándome mi llegada a Madrid y mi matriculación en el selectivo colegio de I.C.A.I., vulgarmente conocido como Areneros, donde por aquellos años estudiaban los hijos de las familias más selectas de la burguesía madrileña y española.
El caso era cómo solucionar el problema de la vivienda y de la comida en una ciudad como Madrid, cuando la Beca no me llegaba más que para pagar la matrícula del Colegio y la compra de algunos materiales imprescindibles para el estudio.
La solución, por muy difícil que nos apareciera a mi madre y a mí, fue la de presentarme como voluntario a hacer el Servicio Militar, pero con la facilidad de hacerlo en la Escuela de Aplicación y Tiro de Infantería, donde un grupo de muchachos de mi edad (dieciocho en total), hijos de militares de alta graduación, se preparaban para su entrada en la Academia militar de Zaragoza y donde un “advenedizo” bajo la protección de un coronel, familiar de uno de los jesuitas de Badajoz, con la ayuda de todos los que formábamos el personal de la Escuela (oficiales y soldados), en cuanto a horarios y prestación de los consabidos servicios oficiales, pude finalizar mis dos primeros años de Ingeniería y licenciarme con la matrícula pagada del tercer y último año. Las horas de guardia y de descanso de las materias de estudios, las pasaba leyendo libros que, a falta de dinero en mis primeros meses en la Escuela, me dejaban mis compañeros, como una generosa ayuda a aquel que se quedaba a comer y dormir en el Centro mientras ellos regresaban diariamente a sus casas con sus familias y con sus tareas ordinarias.
Una estampa típica de la Cuesta de Claudio Moyano un domingo de primavera
El vuelco de mi vida había tan enorme que todavía no he sacado conclusiones (ni quiero) de los acontecimientos que me llevaron a admitir a Madrid como mi nueva ciudad, en la cual, después de más de cincuenta años me encuentro muy a gusto y de donde no pienso partir más que en el momento final de mi vida y regresar a mi tierra de nacimiento, para, como escribió el escritorextremeño Pedro de Lorenzo en su epitafio: “ser en ella semilla de eternidad o estiércol para una rosa”. ¡Pero en mi tierra!
¡¡MADRID!! Para un joven de dieciocho años recién cumplidos, la capital de España fue el gran descubrimiento de mi vida. Era una ciudad que se me representaba en los primeros años de mi estancia en ella, enorme, inabarcable, ruidosa, completamente desconocida en sus calles y sus plazas… pero libre y generosa si querías trabajar y vivir en ella.
Después de veinte meses de servicio militar, de intensos estudios en las pocas horas que me dejaba mi actividad militar, de compañerismo y de conocimiento de lo podríamos llamar lo más esencial de Madrid, pude hacerme a la idea de que ya nunca más volvería a mi tierra si no fuera como visitante ocasional para ver a mi familia.
No voy a contar en estas páginas mis primeros años de trabajo en Madrid, porque no tiene ningún sentido en estas memorias, si no fuera porque si bien me encontraba muy a gusto en la gran ciudad y con un empleo recién salido de la Escuela, había muchos momentos en los que la soledad en la que me encontraba en la gran metrópolis me hacía dudar si había acertado en mi decisión de no volver con los míos a mi tierra extremeña. La ausencia de mi madre, tan importante en mi vida y la de mis hermanos, condicionaba en muchos momentos mi vida y pasaba por situaciones en la que la soledad se clavaba en mi alma como un puñal desgarrador.
Siempre he dicho que los libros me salvaron en los momentos de naufragio de mi vida, y a ellos me agarré como un poseso cuando los nubarrones se precipitaban sobre mí queriéndome ahogar en un mar de confusiones para lo que no estaba preparado. Pero los libros costaban dinero y yo estaba en un momento en el que no podía gastármelo en semejantes lujos, muchas veces fuera del alcance de mi sueldo.
Fue cuando me encontré con la Cuesta de Moyano, o Cuesta de los Libreros de viejo, lugar que iba a ser durante el resto de mi existencia, hasta el momento, no solo el sitio donde adquirir por un precio módico aquello que tanto ansiaba, sino que también lugar donde conocería a personajes que serían fundamentales en mi nueva vida de lector empedernido, lo que daría como resultado el que me pusiera a escribir, como en estos mementos estoy haciendo en homenajes a un lugar emblemático en los ambientes culturales de Madrid, y en donde tantos hombres han buscado, y buscan, un merecido descanso en el quehacer diarios de sus afanosas vidas.
Los libros se muestran al público en los tableros exteriores
La Cuesta de Moyano podríamos decir que fue el paradigma del surrealismo madrileño hasta alcanzados los años sesenta. Por sus casetas han pasado, pasan actualmente y seguirán pasando en el futuro, una caterva de personajes de lo más llamativo y singulares que podamos coaligar, donde se mezclan en un batiburrillo sin delimitar, tanto el escritor de fama junto al esperanzado novel que sueña con la gloria; el lector empedernido que busca infatigablemente tesoros bibliográficos perdidos en el mar de los libros de segunda mano, el bibliófilo compulsivo ávido de nuevas obras, si es posible en primera edición y firmado por el autor, junto a esos personajes sacados de la inagotable memoria de aquellos autores de la llamada bohemia de primeros del siglo pasado, como son los libreros que pululan por todos los barrios de Madrid, donde tienen abiertas sus siempre cochambrosas tiendas de libros de segunda mano, donde el olor del papel viejo, muchas veces mugriento y mohoso, junto al sempiterno polvo que cubre las abarrotadas estanterías de su lóbregas tiendas dan esa peculiar estampa que se conserva inalterable desde el pasado siglo, y que a falta de recursos económicos se acercan a los puestos de la Cuesta de Moyano para comprar libros baratos y luego revender a sus clientes por un precio un poco más elevado. Es el eterno ciclo de la vida de los libros: salir y volver a su punto de origen, como lo hacen las olas del mar.
Muchas veces sus figuras, como sacadas de los relatos de Alejandro Sawa o de su émulo en las tareas de la canalla madrileña, Armando Buscarini, santos patrones de los bohemios decimonónicos, con sus trajes que no han visto el jabón ni la plancha en muchos años, cubiertos con unos gorros que parece no se quitan ni a la hora de dormir, contrastan con los nuevos y más formados libreros que han suplantado y cambiado completamente el paisaje y paisanaje que actualmente forman el elenco de la nueva Feria permanente del libro viejo en la Cuesta de Claudio Moyano.
Pero, con excepciones, que siempre son de agradecer si queremos conservar el espíritu bohemio de la Feria, a nosotros no nos interesa el momento actual que vive nuestro rincón literario enclavado en uno de los sitios más emblemáticos y pintorescos de un Madrid que poco a poco se nos va yendo de las manos para dar paso a un nuevo comercio donde las grandes superficies comerciales se han hecho dueñas de las ventas del libro nuevo, dejando en un segundo lugar aquello que para ellos no tiene valor económico suficiente como es el libro de segunda mano, que ha pasado a dominio de verdaderos piratas sin ningún tipo de sentimiento por la letra impresa como no sea la avaricia que repercuta directamente en sus bolsillos.
El trato entre clientes y libreros siempre fue exquisito y orientador
Este trabajo que hoy estoy pergeñando quisiera ser un anecdotario de un mundo que ya está en el recuerdo de muy pocos bibliófilos que durante más de cincuenta años hemos recorrido sus treinta casetas, muchas veces diariamente y sin un euro (antes pesetas) en los bolsillos, solamente por el mero hecho de contemplar y manosear con un poso de tristeza y desesperanza aquellos libros que sabíamos no podríamos alcanzar por falta de dinero.
Otras veces, basándose en nuestra amistad y confianza de muchos años, los libreros, aquellos libreros esforzados y poco formados en lo que los libros que ofertaban encerraban en su misterioso interior, nos permitían llevárnoslos y pagárselos cuando las circunstancias nos fueran favorables, o cuando cobrásemos, aquellos que trabajábamos, a final de mes.
Quisiera en estas pocas páginas, recuperar los nombres de aquellos libreros de viejo, que me han acompañado durante tan largo tiempo, también a los que, tenido una cierta relación de amistad, y que con el tiempo me han surtido de libros que han formado mi amplísima biblioteca, hoy cedida a un pueblo de mi tierra extremeña, cuando la cantidad y calidad de la misma superaban los anaqueles de mi casa y pensaba que no tenía derecho -yo que me he quitado tantas veces de pequeños caprichos con tal de adquirir una nueva obra-, a tenerlos empaquetados en lejanas naves, cuando pensaba, podían servir a otros niños como yo fui, sin posibilidad de leer aquello que les gustara.
Pero antes de comenzar a hablar de libros y libreros, me van a permitir ustedes dar un somero repaso a la ya larga historia de la Cuesta de Claudio Moyano, con la intención de que quien no la conozca o la haya visitado poco, tenga una firme idea de sus principios y de sus distintos desplazamientos, según la acogida o rechazo (que de todo ha habido), que los responsables municipales le han dispensado en este primer centenario de su fructífera vida cultural.
Dicen los entendidos en el tema, que la venta de libros de segunda mano ya era corriente en algunos sitios emblemáticos del viejo Madrid, antes de 1920, como la glorieta de Atocha, el viejo Rastro, o lugares cercanos a la Universidad madrileña de la Calle de San Bernardo, como era la calle del Pez y aledañas. Eran simples casetas provisionales en las que se ofrecía al público todo aquello que estuviera impreso, salido de las casas en remodelación, ruinas o venta de los herederos de las mismas que se encontraban en ellas algo tan inoportuno para sus nuevos intereses como el legado de su anterior dueño. Ese papel, sin ningún tipo de clasificación, era puesto inmediatamente a la venta, siendo perseguido en más de una ocasión, como nos señala don Antonio Rodríguez-Moñino, uno de los más entendidos bibliófilos de aquellos años, por ventajistas que con dinero se hacían con importantísimas y selectas bibliotecas, como es el caso del anteriormente señalado, hoy donada a la Real Academia de la Lengua.
Cuando el devenir de los nuevos tiempos les obligó a alejarse de aquellos lugares, se instalaron pegadas sus casetas a las verjas del Ministerio de Fomento, hoy Ministerio de Agricultura, Pesca y Alimentación, lugar por aquellos años visitado preferentemente por prostitutas, izas, rabizas y pajilleras, hasta que el ayuntamiento forzado por lo que consideraban una “profanación” del lugar decidieron cambiarlas a otro lugar menos llamativo.
1905. Una vieja vista de la Glorieta de Atocha donde luce la estatua de Bravo Murillo
Cuando son rechazados de estos lugares, sobre 1919, se instalan primeramente en el Paseo del Prado, junto a las tapias que cierran por ese lado el Jardín Botánico, obra de Sabatini, de donde son expulsados porque, según su director, molestan y entorpecen la entrada a los visitantes del mismo jardín, pasando a instalarse definitivamente, en 1924, en las tapias del mismo Jardín Botánico, pero esta vez en su lateral, llamada Cuesta de Claudio Moyano, personaje que había sido en su vida política ministro de Instrucción Pública en el gobierno de la dictadura Primo de Rivera y que comienza en el Paseo del Prado, donde en su arranque y en una pequeña plazoletita ajardinada está su estatua en bronce, parafinalizar en la calle Alfonso XII, justo enfrente de la entrada al Parque del Retiro, llamada Puerta del Ángel Caído, en homenaje a la escultura que luce en una de sus plazoletas, salida de las manos del escultor valenciano Ricardo Bellver, en cuyo cruce de calles, para darle más empaque a la Cuesta de los Libreros y como un merecido homenaje a quien tanto escribió sobre Madrid, el Excmo. Ayuntamiento colocó no hace muchos años una escultura en bronce de Don Pío Baroja, obra de Federico Collaud.
La Cuesta de Moyano sufrió una completa transformación haciéndola peatonal
Desde aquellas fechas, con algunas excepciones por arreglos de las casetas o bien porque en los años 80 del pasado siglo se acometieron los trabajos de darles agua y luz eléctrica, han continuado en el mismo lugar, con el mismo formato de las mismas, desde que la construyó el arquitecto Luis Bellido, como queriendo ambos personajes, Moyano y Baroja, visualizar desde sus respectivas atalayas el recorrido de la misma Cuesta.
La Feria del Libro viejo nació como una exigencia por parte de un nutrido número de personajes del mundo de la política y de las letras que querían y deseaban que Madrid tuviera un lugar fijo donde el pueblo pudiera recrearse en el mundo de la cultura, por otra parte, tan olvidado por las autoridades nacionales y municipales, siendo inaugurada oficialmente un 30 de enero de 1925, según recogen el documento firmado por personajes que la promovieron, tales como el duque de T’Serclaes, el marqués de Valero, Pío Baroja, Benjamín Jarnés, Guillermo de Torres, Ricardo Blanco-Fombona, etc., cuyas firmas aparecen en el documento firmado por ambas partes y del que tenemos copia, que figura en el Archivo de la Villa en su Negociado de Gobierno Interior (Asuntos Generales), con el nº 23-158-172 y matasellado el mismo día 30 de enero de 1925, que lleva la siguiente introducción: “Los que suscriben, amantes de todo cuanto redunde en beneficio de la cultura y amor al libro, y enterados de la iniciativa del Excmo. Ayuntamiento de construir una Feria Permanente, por cuya idea, no solo de enaltecer la Capital de España, sino de cumplir con un sacratísimo deber de iniciar en la instrucción a todos aquellos, que a pesar de sus deseos, se ven privados de poderlo hacer, por sus escasos medios económicos, y que de esta forma verían colmados sus anhelos, a más de hacerles presente su más reconocida gratitud, verían con sumo gusto que la instalación de dicha Feria, fuese en un sitio bien visible y de fácil acceso, tanto a los que en los referidos puestos vemos pasar las mejores horas de nuestra vida en busca de un libro deseado, como aquellos otros, que sin pensar, van aficionándose a guardar y tratar con todo cariño un libro.
Una entrañable fotografía donde se ve a Conchita, ya fallecida, a la espera de que finalice su trabajo Alfonso Riudavets, caseta nº 15, que regentaba la caseta nº 24
La instalación presente hecha como prueba, a más de estar en sitio, paso y propósito, hace su acceso sumamente difícil.”
Desde aquellos ya lejanos tiempos, la Cuesta de Moyano ha sido visitada y cantada por numerosos escritores, siendo los principales, Pío Baroja, Azorín, Pío Caro Baroja, Rafael Alberti, Alfonso Reyes, Camilo José Cela, André Trapìello, Arturo Pérez Reverte, y un largo elenco de escritores de los que hablaremos más adelante en estas notas, aunque tenemos que señalar, desgraciadamente para los amantes del libro viejo, el que actualmente el número de escritores de fama ha disminuido considerablemente, quizás como consecuencia de los mismos cambios que hemos señalado y que han convertido actualmente a la Cuesta de Moyano en un nuevo y a veces vulgar centro de ventas de libros nuevos, perdiendo en parte su anterior cometido.
Entrañable fotografía de 1925 donde podemos ver a don Pío Baroja de visita a la Cuesta de Claudio Moyano
Quiero recuperar lo que escribí en mi primer homenaje a la Cuesta Moyano, publicado en mi libro: Desde la nostalgia, Sial Ediciones 2019, porque creo que mejor que aquellas palabras no podré hacerlo de nuevo:
“Recuerdo que llegué Madrid desde mi tierra extremeña, allá por los finales de los años sesenta, justo cuando se levantaba el horroroso mamotreto llamado Scalestrix que durante tantos años afeó la amplia y hermosa plaza de Carlos V o plaza de Atocha, donde convergían, por aquellos años, los servicios ferroviarios de toda España.
Con dieciocho años, los días son muy largos y parece que hay tiempo para todo. Mis aficiones por la lectura venían desde mucho antes, y no porque en mi casa los libros fueran moneda corriente, que no lo eran, sino –quizás- porque mi timidez y la falta de recursos económicos de mi familia me excluían de las reuniones domingueras con los amigos y dedicara mi tiempo en encerrarme en la biblioteca municipal de Badajoz, ciudad en la que habíamos recalado pocos años después de la muerte de mi padre, desde un pueblo cercano a la capital de la Baja Extremadura.
También, como anécdota de mis inicios como lector, quiero señalar como descargo de conciencia, que fue mi orgullo herido el que hizo que recorriera el camino que iba desde mi Escuela a la Biblioteca Municipal pacense en numerosísimas ocasiones, y siempre con el fracaso como recompensa.
Los jóvenes de Badajoz estudiábamos por aquellos años en dos centros preferentemente: los chicos y chicas de familias de clase media y alta, en el instituto Bárbara de Braganza, sito en el centro de la ciudad o en los colegios de monjas, y los hijos de las clases trabajadoras en las dos Escuelas de Formación Profesional, una de ellas muy cerca del Parque de Castelar, lugar de reunión de los escolares en los momentos de asueto entre clase y clase. El hecho es que las chicas del instituto, seguramente porque les llamaba más la atención la brutalidad de nuestro comportamiento y de nuestro lenguaje (es mi opinión personal) que el siempre correcto deambular de sus compañeros de clase, venían a pasar sus ratos de descanso a “nuestro territorio”, formándose en muchos casos parejas de adolescentes que pocas veces llegarían a poco más que unas primerizas y desconcertantes relaciones juveniles, que el tiempo se encargaría de deshacer, bien por la marcha de los chicos a otras ciudades, o bien porque la sociedad clasista de aquellos tiempos nos ponía a cada uno de su sitio.
Yo estaba prendado de una joven y hermosa muchacha con la que sigo manteniendo una estrecha amistad después de tantos años, que me traía por la calle de la amargura, y no solo por su belleza y simpatía. Siempre que nos veíamos llevaba en la mano un libro que yo, ansioso y lleno de curiosidad le preguntaba su título, para rápidamente pedirlo a la biblioteca y poder con ella entablar una conversación más profunda que pudiera llegar a ganarme su favor, toda vez que nosotros, en nuestra Escuela, estábamos más al tanto de las matemáticas, la ciencia y la tecnología que de los libros.
El problema surgía cuando al día siguiente o cuando nos veíamos de nuevo en el parque de Castelar y yo quería demostrar mis conocimientos sobre el libro, ella llevaba en sus manos otro título diferente, obligándome a correr de nuevo a la biblioteca para hacerme del tomo y leérmelo en el menor tiempo posible.
Estas idas y venidas en busca del añorado libro que me diera prestigio ante sus ojos, me llevó a conocer muy a fondo autores, títulos y contenidos de los textos que por aquellos años eran fundamentales en los estudios de bachillerato: Azorín, Pio Baroja, Pérez Galdós, y algún que otro poeta romántico o modernista (Espronceda, Carolina Coronado, Rubén Darío, etc.), que muchos años más tarde volvieron a mi hogar en primeras ediciones, como si quisiera con ello hacerles un merecido homenaje a mis lecturas juveniles.
Mi problema en los primeros momentos de estancia en Madrid era el que la Beca del Ministerio de Educación solo alcanzaba para pagar la matrícula y los libros del curso, por lo que no disponía de recursos económicos como para poder saciar mis juveniles ansias lectoras, problema que resolvía pidiéndole a mis amigos y compañeros de mili y de cursos algunos libros prestados, que generosamente me proporcionaban y que yo religiosamente devolvía, siempre agradecido.
Libros para todos los gustos y precios se exhiben en las casetas
Para un muchacho de provincia, la ciudad era tan inabarcable que hasta tenía mis prevenciones a la hora de perderme por lo que yo consideraba eran los extrarradios de la misma, como lo podían ser, en mi ignorancia, la lejana plaza de Atocha o el Parque del Retiro. Esos miedos e inseguridades se fueron amortiguando conforme fue pasando el tiempo y los amigos me fueron llevando por numerosos lugares desconocidos hasta eso momentos. Recuerdo con toda claridad, después de tantos años, mi primer encuentro con la llamada Cuesta de Claudio Moyano, en donde se encontraba desde los primeros años de siglo XX la Feria Permanente del Libro Viejo, con sus numerosísimos y muy asequibles ejemplares, como también me acuerdo de mis primeras incursiones en el Rastro madrileño, preferente en la llamada Plaza del Campillo del Nuevo Mundo, antes de que el alcalde Álvarez del Manzano remodelase y definiera definitivamente el cometido de la misma plaza, eliminando los numerosos puestos callejeros que llenaban su espacio, en la que los mendigos, chamarileros y cartoneros, tan numerosos por aquellos años de grandes necesidades, llevaban al mercadillo dominical el producto de sus búsquedas en los contenedores de basura de la capital, entre cuyos productos sobrantes se encontraban los despreciados libros que no merecían la atención de sus dueños y que por pocas pesetas pasaban a nuestras ansiosas manos
Desde el primer momento del descubrimiento del mercado de viejo y hasta hoy, muchas décadas después, ha sido y es, mi lugar preferido en esta maravillosa ciudad que me acogió ya para siempre, en la que tengo mi hogar, mi familia y mi trabajo, así como mis aficiones, siendo la literaria la más arraigada, hasta el punto de haberme convertido en un bibliófilo compulsivo.
Pero la Cuesta de Moyano es mucho más que un nombre emblemático. Mucho más que una referencia romántica y atávica anclada en tiempos pasados. La Cuesta de Moyano es el lugar de encuentros de una masa de hombres y mujeres cuya finalidad última es el disfrute de la cultura. Por sus treinta casetas, hoy remozadas, aunque conservando su estructura inicial del pasado siglo, han pasado, y pasan, lo más granado de nuestros hombres de Letras. Delante de sus casetas se reúnen amigos literatos y lectores que en connivencia con los dueños de las casetas ejercen un ministerio de difícil catalogación en otros ambientes más academicistas.
En 1949 las casetas de la Feria del Libro eran diferentes En mis muchos años de pulular por entre los tableros repletos de novedades, descatalogadas hace muchos años, he visto, con los mismos ojos codiciosos que los míos, a grandes escritores nacionales buscar y rebuscar entre tan numerosas como incomprensibles fondos, y he comprobado cómo disfrutan, como niños grandes, el haber conseguido alguna pieza libresca digna de su agrado. Por sus tableros han desfilado, junto a mí, hombres tan importantes como don Julio Caro Baroja, a quien tuve el placer de tener como contertulio y acompañante en el común peregrinar por las numerosas casetas, a mi admirado y durante mucho tiempo “enemigo”, Premio Nacional de Poesía, don Carlos Sahagún, implacable perseguidor de novedades poéticas y, por lo tanto, competidor de quien esto cuenta.
Digo “enemigo”, así, entre comillas, porque yo no conocía a aquel señor, hosco, frío, antipático, con el que diariamente me encontraba en los tableros de la caseta número 15, la de don Alfonso Riudavets, y que en el momento en el que el librero depositaba los libros, sobre el caballete al aire libre, una mano disparada copaba el mayor número de los nuevos libros. Así fue durante mucho tiempo, con el consiguiente enfado mío, quien por educación y respeto hacia aquel personaje me dejaba arrebatar muchas obras que eran de mi agrado. Hasta que un día –los dos éramos asiduos y los primeros en aparecer en la caseta-, me propuse actuar tal y como él lo hacía, es decir, sin la más mínima concesión, siendo yo el primero en acaparar libros que después seleccionaba a mi gusto, apartando aquello que no me interesaba.
Si hay miradas que matan, la de aquel señor podría haberme fulminado en los muchos días en que coincidíamos frente al tablero y yo, ya con más soltura y menos prejuicios, fui capaz de adelantarme en la selección de la búsqueda, quedando él, en muchas ocasiones, defraudado y con las manos vacías.
Recuerdo que un día cualquiera, estábamos reunidos un grupo de amigos frente al tablero de dicha caseta cuando apareció semejante personaje. Comenté a quienes me acompañaban mi malestar sobre el mismo, así como su descortesía o mala educación, indicándome Manolo Bercero, personaje a quien le dedicaré tiempo y espacio en otro momento, que era Carlos Sahagún, poeta, catedrático de Lengua y Literatura Española en la Universidad Complutense, premio Adonáis 1957, Premio Boscán 1960 y Premio Nacional de Poesía 1980.
Podréis imaginaros mi desconcierto frente la figura errabunda y solitaria que recorría las casetas sin saludar a nadie y con una cara de mala leche que asustaba.
A partir de ese momento me hice muchas preguntas sobre el particular, siendo la más concreta ¿qué derecho tenía yo a importunar, criticar o a molestar a un hombre de la talla intelectual de don Carlos Sahagún.
Pero la vida da muchas vueltas y hace posible lo que en fechas cercanas nos parecía irrealizable. No pasó mucho tiempo y mi hija mayor, que ya estabas estudiando el segundo curso de la LOGSE, me pidió le buscara, para unos trabajos en el colegio, un libro de un poeta llamado Carlos Sahagún, concretamente Memorial de la noche, una recopilación de su poesía que abarca desde el año 1957 hasta 1975, publicado por la Editorial Lumen, 1976, libro que estaba completamente agotado y que después de mucho buscar y no encontrar decidí, con la cara roja como un tomate, solicitar la ayuda del mismo poeta, por si él sabía dónde conseguirlo.
Creo que él quedó tan sorprendido como yo al comprobar que aquel impertinente jovenzuelo que tanto le molestaba en su diaria búsqueda de novedades bibliográfica, tuviera la desfachatez de solicitarle ayuda, concretamente la de uno de sus libros.
Cuando le expliqué el problema, su espíritu de profesor se sobrepuso a cualquier otra cuestión y me dijo muy educadamente que al día siguiente lo tendría en mis manos como regalo para mi hija. Efectivamente, nada más comenzar la mañana y encontrarnos delante del tablero de libros de segunda mano, me entregó su libro, que en un acto más de insolencia le solicité se lo dedicara a mi hija.
Entrañable estampa con un rapazuelo atendiendo al público
Contento con mi conquista, seguimos cada uno a lo nuestro, cuando nuevamente se me acerca y me dice:
-Me gustaría hablar con usted un momento.
Mi desconcierto le sacó una pícara sonrisa en su cara adusta acostumbra a mantener el tipo en toda clase de circunstancias adversas, como suele suceder a todos los profesores de Universidad.
-No se preocupe –me dijo-. Veo que es usted un gran conocedor de los libros de poesía, estamos los dos peleándonos por obtener los mejores ejemplares y es lo que quiero proponerle.
-Usted dirá –le respondí ya más tranquilo viendo su cara relajada y sonriente.
-Vamos a ver si nos ponemos de acuerdo los dos y así ganaremos: usted expurgue todos los libros de poesía que le parezcan tengan un valor contrastado y yo haré lo mismo, antes de que lleguen nuevos clientes y nos los quiten a los dos. Una vez hecho esto, nos apartamos del tablero, nos repartimos amigablemente aquellos que ya tengamos o no nos interesen especialmente y así quedamos los dos contentos ¿qué le parece?
Ni que decir tiene el que desde ese momento y hasta que desapareció de la Cuesta de Moyano, seguimos ayudándonos y apoyándonos en la busca diaria de novedades poéticas.
Nunca supe el porqué de su huida de un lugar que él tanto amaba, mucho más cuando en varias ocasiones me lo encontré en el rastrillo dominguero del barrio de Tetuán, siempre a la búsqueda del libro excepcional, quien me saludó muy amigablemente y quien me regaló, dedicada, aquella obra suya que yo no tenía.
Cuando me enteré de su muerte en el verano de 2015, no me encontraba en Madrid y tuve que seguir la noticia de su fallecimiento por la prensa nacional, donde recibió un merecido y cordial homenaje de muchos escritores de su generación, de los mismo profesores y alumnos de la Universidad madrileña.
Quede en estas páginas mi recuerdo, mi admiración y mi homenaje a un gran hombre y a un excelente profesor y poeta.
Otro personaje literario que conocí a fondo por aquellos años y del que era yo su lazarillo y guía en tan curioso mercado de libros fue Diego Jesús Jiménez, poeta enmarcado por los críticos entre la generación del 50, como el anterior, y los novísimos. El conocimiento mutuo comenzó en la pequeña ciudad alcarreña de Priego, de donde él era natural y en donde tenía una hermosa casa, y en la que yo me había comprado también una casa para pasar los veranos y mis fines de semana, dándose la casualidad de que ambas casas estaban en la misma calle, una muy cercana de la otra.
El montaje y desmontaje de los tableros se realiza cada mañana y tarde
Diego Jesús Jiménez, periodista, pintor y buen poeta, siempre atento a la cultura allá por donde pisaba, había conseguido, apoyada su idea por profesores y críticos literarios, que a la pequeña ciudad de su nacimiento, la Universidad de Cuenca le cediera los Cursos de Verano, donde en el viejo caserón del siglo XIX que había servido de cárcel, perfectamente restaurado y adaptado como Casa de Cultura (a su muerte en 2009, el Ayuntamiento le pondría el nombre del poeta) nos reuníamos alumnos venidos de varios sitios de España y gente del pueblo que querían escuchar a los poetas, y todos juntos, apoyados por lo más selecto de las poesía española del presente siglo (José Hierro, Antonio Gamoneda, Clara Janés, Félix Grande, Francisca Aguirre, Pablo García Baena, Antonio Carvajal, Martín Muelas Herraiz, Antonio Rey Hazas, Juan José Gómez Brihuega, Ángel Luis Luján, Atienza, Manuel Rico, Antonio Hernández, Ángel García López, etc., pasáramos cuatro días en perfecta armonía, dando y recibiendo clases en lo que llamaron: Leer y entender la poesía.
Diego Jesús Jiménez tenía una buena pluma, fruto de sus muchos años dedicado a la escritura y al periodismo, pero no era un experto bibliófilo, y le extrañaba que alguien que no se dedicaba profesionalmente al mundo de la enseñanza tuviera tan importante como selecta biblioteca, sobre todo de poesía de los siglos XVIII, XIX y XX, por lo que cuando coincidíamos en el pueblo nos encontrábamos en la hermosa plaza que lleva el nombre de los Condes de Priego, y en el frescor de la mañana, antes de que el sol apretara con sus rayos y desalojara la plaza de visitantes, sentados en una mesa de uno de los dos bares que en ella existen, pasábamos horas hablando y discutiendo sobre temas literarios, que él conocía muy bien y que yo, siempre atento a todo aquel que tuviera algo que enseñarme, prestaba atención mientras tomábamos un buen café.
Cuando nos encontrábamos en Madrid, quedábamos en la Cuesta de Moyano, donde yo era más experto y conocedor de sus entresijos, consiguiéndole muchas veces obras de difícil localización, que él me agradecía efusivamente. Después de su muerte, me he encontrado en el mismo lugar a su esposa, Társila Peñarrubia, en la busca de libros de poesía.
Diego Jesús Jiménez, llegaría a alcanzar, entre otros muchos premios, el Nacional de la Crítica y el Premio Nacional de Literatura.
Otros personajes del mundo de las Letras que visitaban por aquellos años Moyano eran Andrés Trapiello, excelente escritor al que le debemos sus crónicas anuales sobre Madrid, bibliófilo compulsivo como lo éramos tantos otros que, en un momento determinado, seguramente por sus agobios económicos debidos al cierre de su Editorial Trieste, puso en venta parte de su amplia biblioteca adquirida mucha de ella en los mercados de segunda mano, y que yo le compré algunos libros, sobre todo los dedicados a Madrid, tema del que era un gran conocedor.
Otro escritor joven asiduo visitante de Moyano era hasta el momento de conseguir fama, José Manuel de Prada, al igual que otros escritores como Muñoz Molina o Arturo Pérez Reverte, personaje apreciado en su momento, pero un poco “crecido” en estos últimos años, cuando ya su nombre era reconocido.
Para finalizar con estos asiduos personajes de la Feria del Libro, recuerdo siempre con punto de humor al ex ministro vasco de Interior Enrique Múgica Herzog, quien se presentaba en la Feria acompañado de su chófer, en su coche negro oficial y que paraba siempre en la caseta de Riudavets, con el que mantenía curiosas charlas que han pasado al anecdotario de Moyano, como la curiosa frase con la que finalizaba la charla: “Alfonso, mi suegro y tú sois los últimos franquistas que quedáis”. Después de departir durante bastante tiempo, don Enrique se dedicaba a la búsqueda de novedades, pero, y aquí está lo curioso del caso, siempre que fueran TBOs. (Suponemos que como descargo de la tensión ministerial)
Pero no todo son noticias positivas en estas notas. La Cuesta de Moyano, como en cualquier otro grupo o actividad comercial donde hay intereses económicos, también tiene su parte negativa, que yo, en mi larga experiencia de años por sus aceras, he sufrido en propia carne, teniéndome que enfrentar a libreros sin escrúpulos que se creen que, por el mero hecho de serlos, tienen más derechos o más ventajas que el cliente ocasional o diario.
Señalo esto porque en más de una ocasión, sobre todo durante la Feria del Libro de Ocasión que se celebra cada otoño en el Paseo de Recoletos y que en nada ayuda a los comerciantes de la Cuesta de Moyano, por tener ambas el mismo cometido, cuando no tienen suficiente mercancía para la venta, recurren a los libreros de Atocha, preferentemente a la caseta número 15, donde domina y controla todo el mercado el hoy más veterano de los libreros, don Alfonso Riudavets, quien no tiene inconveniente en venderles lo que quieran, con tal de que no molesten a sus clientes diarios.
Pero esto es difícil de conseguir, porque Riudavets, es el librero que compra y vende más barato del mercado de libros de ocasión, como ha sido siempre su norma, y desde las primeras horas de la mañana –es el primero en abrir la caseta de la Cuesta- tiene alrededor de sus tableros un buen número de clientes que estorban los sucios manejos de los de Recoletos, que quieren arramplar con toda la mercancía que se les presente.
Naturalmente, el enfrentamiento puede llegar a producirse entre ambos clientes, cosa que resulta poco agradable en un lugar donde vamos a pasar un rato entre libros y buen ambiente.
Recuerdo un caso que me llamó la atención por lo desagradable del tema y del cual fui yo principal actor.
Cuando en los primeros años de mi presencia en Madrid visitaba el Rastro, siempre me acerca a la Plaza del Campillo del Nuevo Mundo, donde me gustaba rebuscar entre trastos viejos que los traperos, buhoneros y cartoneros recogían por las noches de los contenedores de la gran ciudad, para el domingo poder vender y así ganarse unas pesetillas. Principalmente mi búsqueda eran libros, que por aquellos años eran numerosos e interesantes si sabías regatearles y no dejarte vencer por sus bien urdidas artimañas.
Preciosa imagen de los años 50 con las casetas abiertas
Naturalmente, eran personas a las que no les importaba chantajearte si era necesario, aunque también nosotros nos aprovechábamos de su situación y le regateábamos cuanto fuera necesario para llevarnos aquello que tanto esfuerzo les había costado en sus noches de búsquedas por entre montones de desperdicios.
Pero era la ley del Rastro y en sus calles y en sus plazas se han jugado las mejores partidas de chalaneo entre comerciantes y clientes para ver de llevarse el gato al agua.
En esta plaza y entre tanta gente comerciando todo aquello que tenía algo de valor había un pobre muchacho, más flaco que un fideo que, con una estantería metálica desarmable, ofrecía unas decenas de libros, aparentemente sin mucho valor. Curioso me acerqué a él y pude ver los títulos entre los que se encontraban varios libros de Felipe Trigo, al que años después tantas páginas le he dedicado, escritor extremeño, de Villanueva de la Serena, Badajoz, personaje que se había suicidado de un tiro de pistola en el año 1916 en su residencia del barrio madrileño de Ciudad Lineal y cuyos libros habían sido prohibidos por la censura eclesiástica, considerándolo un escritor pornográfico y pervertidor de menores, entre otras muchas lindezas.
Una de las fotografías más antiguas de la primera etapa de la Cuesta de Moyano
El corazón se me aceleró cuando pude calibrar el valor bibliográfico del hallazgo, y valoré el estado de necesidad en el que se encontraba el vendedor. Le pedí precio por uno de ellos, intentado disimular mi interés por el conjunto y del regateo pude sacar cinco libros en primeras ediciones que guardo todavía en los anaqueles de mi casa.
Le pedí si podía conseguirme algún libro más de dicho autor, como así fue, y nuestra relación fue haciéndose cordial basada en intereses personales: él me sacaba un buen dinero, y yo dado su desconocimiento de tan importante personaje de las letras extremeñas, me quedaba con unos libros de difícil circulación en las librerías de viejo.
Pero el aprendiz de librero aprendió pronto la lección y al poco tiempo, no se sabe cómo, se hizo con una caseta en la Cuesta de Moyano, donde disparaba los precios de los libros como si con cada uno de ellos estuviera vendiendo una primera edición del Quijote.
Se transformó en un personaje antipático y pretencioso, que quería hacerse rico en poco tiempo vendiendo pobreza. Un día, había llegado yo a la Caseta número 15, la única que en los últimos años me interesaba por la cantidad de buenos libros y por lo bajo de sus precios, cuando veo que sobre el tablero hay una primera edición de la Casa encendida, del poeta granadino Luis Rosales, que rápidamente tomé en mis manos con la intención de quedarme con ella. Cuál no sería mi sorpresa cuando veo que el libro forma parte de un conjunto de más de diez ejemplares, todos ellos de la misma obra, seguramente un resto de edición que se habría quedado descolgado de algún pedido y que ahora aparecía, como en tantas otras ocasiones, en los tableros de libros viejos.
Pensando en mis amigos bibliófilos y dado que su valor era ínfimo en el tablero, me quedé con todos ellos con la ilusión de poder regalárselos a quienes de verdad aman la poesía y valoran las ediciones.
Cuando me doy la vuelta para pagar la “cosecha” de aquel día, entre los cuales estaban los libros de Rosales, se me enfrenta dicho personaje diciéndome a grito pelado que no tenía derecho a llevarme todos los libros y que gente como yo éramos los que les estábamos arruinado sus negocios.
Fue tal la rabia que me dio el que me llamara la atención en un lugar público y delante de tantos amigos, que de un puñetazo lo tumbé con el labio partido y echando sangre como el cerdo que era por la nariz, pues le había roto el puente.
El mismo librero llamó a la policía, le contó lo sucedido, se lo llevaron en el coche patrulla y se le negó para siempre el que se acercara a la caseta donde había formado tal espectáculo.
Yo no comprendía el motivo de su enfado. Cada cual compra lo que quiere o puede y a nadie tiene que darle explicación, más que al librero a la hora de liquidarle el valor de lo que uno se lleva.
Ramón Gómez de las Serna, uno de los grandes animadores de MoyanoHasta que un día, se me aclaró el misterio de su furia comercial. Tengo la costumbre de pasear por todas las casetas, aunque no compre más que en una o dos y veo el dichoso libro en la caseta de mi nuevo adversario con un letrero marcando su precio: 50 pesetas. ¡Ya está! Me dije para mí. Si yo he pagado quince pesetas por todos los libros que había sobre el tablero y él cobra cincuenta por uno, está claro que le tumbado el negocio.
¡Otra vez será! Me dije para reconciliarme con mi suerte.
Pero mucho más importante que los escritores que ocasionalmente visitan la Cuesta de Moyano, en los cerca de cincuenta años de asistencia casi semanal, he visto cómo han ido desapareciendo una clase muy singular de profesionales del libro viejo, repito, del libro viejo, muy distintos, para desgracia de los bibliófilos penitentes, a los actuales dependientes, seguramente más entendidos en temas de letras, pero carentes de aquel espíritu libresco de antaño donde todos nos conocíamos después de muchos años de brega y a todos por igual se nos trataba con la misma deferencia.
Cuando aún el silencio de la mañana es dueño de Moyano, ya están puestos los caballetes de la caseta de Riudavets
Aquellos libreros de los años sesenta, setenta y ochenta, sin ser tan técnicos como los son los actuales dependientes e, incluso, podríamos decir que muchos de ellos con un nivel cultural ínfimo, eran verdaderos comerciantes de papel viejo que tenían el respeto y el cariño de los compradores. Sabedores de que bibliófilos y poder adquisitivo eran dos términos contrapuestos, muchas veces nos fiaban los libros que íbamos pagando religiosamente en las próximas semanas, sin que nadie se saltara la norma. Aquellos hombres hoy han desaparecido dada su mucha edad, salvo alguna excepción a la que después haremos especial referencia.
Entre mis recuerdos de libreros que han dejado huella en mi vida (y en biblioteca personal), recuerdo al viejo Negueroles, en la caseta nº 1, que nos ofrecía sus abundantes depósitos de libros de su almacén en la calle del León, esquina con la de Cervantes, en el llamado Barrio de las Letras; las casetas números 5 y 7 estaban regentadas por los hermanos Carmelo y Guillermo Blázquez, buenos conocedores del libro viejo, pero comercialmente con precios fuera del alcance de nuestros bolsillos. Carmelo desapareció de la Cuesta de Moyano por culpa de una enfermedad que le impedía moverse con comodidad y Guillermo se reconvertiría en un editor de libros raros, y así sigue hasta el día de hoy; la caseta número 9 la regentaba un hombre grande y fuerte que encontró la muerte ahorcándose en una viga de su almacén de libros; en la caseta número catorce, y hasta su muerte no hace tantos años, el viejo Lucas, hombre de ideas anarquistas, ponía a nuestra disposición libros sobre temas políticos censurados años antes por las autoridades civiles, principalmente los del Ruedo Ibérico; la caseta número veinticuatro, también hasta su muerte a finales del año 2015, estabas regentada por Conchita, seguramente la primera mujer que se hizo cargo de un puesto de libros en Moyano. Conchita, aparentemente, era una mujer “agria”, a quien no le gustaba mucho que le tocaran sus libros, pero todo era pura fachada. Detrás de esa primera actitud de defensa frente al cliente ocasional y manoseador (como ella decía), había una mujer amable y cariñosa, dispuesta siempre a atenderte si le demostrabas que eras un cliente serio y respetuosos con su mercancía. Yo puedo dar testimonio de lo que digo, porque infinidad de veces ha tenido conmigo detalles muy de agradecer. Desde su muerte, la caseta sigue cerrada, desgraciadamente, y es como una pequeña herida abierta en mitad de la Cuesta; no recuerdo, a estas alturas, el número de la caseta de Germán, otro viejo y veterano librero que nos atendía siempre amable y bonachón con su puro encendido en la boca, pero sí me acuerdo que estaba cerca de la de Conchita; la caseta número 26 fue de las más visitadas por mí durante muchos años, toda vez que hice amistad con Alfonso, un joven y grueso dependiente, buen conocedor de la mercancía, que me permitía dejarle a deber algunos libros, sabedor de mi rectitud y de mis pocos fondos. A dicha casta se acercaban muchos clientes, no para comprar, sino para vender, entre ellos el conocido escritor Michi Panero, hijo del poeta de la generación del 36 Leopoldo Panero, dueño de una gran biblioteca que su hijo, con otras apetencias menos culturales, se encargaba de ir vendiendo poco a poco, según sus necesidades y coqueteos con la droga. Viendo cómo se me escapaban algunas joyas del mencionado poeta por falta de recursos económicos, le hice trampas al librero y me puse directamente en contacto con el propio Michi ofreciéndole algo más de dinero que el que le ofrecía, sabiamente y conocedor de su problema, el librero, por lo que hasta su repentina muerte, pude hacerme de buena parte de la biblioteca de su padre, libros que de otra manera iban a terminar en el mismo sitio, devaluados más si se cabe todavía y, lo que es peor –sobre todo para mí-, dispersos y en manos desconocidas; la caseta número 27 estuvo regentada, también hasta su muerte, tras aguantar estoicamente su degradación física y mental, el querido librero Pepe Berchi, con quien he pasado muchas horas de agradables charlas literarias y sociales, toda vez que fue durante muchos años el presidente del gremio de libreros y por su caseta fuimos pasando durante muchos años esa caterva de hombres de Letras, a la búsqueda del ansiado trofeo, que él sabiamente ponía como cebo a sus clientes. Cuando se fue achicando como una uva pasa y su cuerpo se menguó de manera crítica, también su mente fue sufriendo las consecuencias de los años. Sabía que era poseedor de una magnífica biblioteca particular y que en la confianza que nos teníamos, en más de una ocasión me ofreció quedarme con parte de ella. Su triste final, con la cabeza descompensada y ajena ya completamente al tesoro que poseía, habrá hecho desaparecer unos libros que yo, por honradez y por vergüenza, fui incapaz de llevarme. Quede aquí mi testimonio de amistad y cariño a un hombre bueno que me entregó lo más sagrado que se puede entregar: la confianza y la amistad. Y para finalizar este recordatorio de personajes que llenaron en un momento determinado tantas horas de mi vida, quiero recordar la caseta número 29, la de la música, como todos la conocíamos, donde ejercía sus grandes conocimientos sobre el tema un hombre joven y emprendedor, Enrique, que un día se nos fue, víctima de una rápida enfermedad. Yo, que tengo dos hijos y los dos músicos, por lo que, en el ejercicio de mi responsabilidad como padre, fui, durante años, recuperando partituras musicales que en aquellos años eran fáciles y baratas de encontrar en tan particular caseta. Recuerdo el enorme disgusto de mi hija mayor cuando le comuniqué la muerte de aquel amigo al que ella recurría en tantas ocasiones y el agrado con el que era recibida por tan entrañable personaje. Mi recuerdo y gratitud, querido Enrique.
Bella fotografía en la que se aprecia el sosiego de un lugar emblemático
He dejado para un lugar preferente –y aislado de las demás casetas- la señalada con el número 15, donde ejercía –y ejerce todavía después de tantos años- su “dictadura comercial” don Alfonso Riudavets, un personaje entrañable, querido por muchos bibliófilos, sabedores de lo que le debemos –yo entre ellos-, y criticado por otros dueños de las casetas, pero relevante para todos, en cualquier caso. Don Alfonso, junto con su querida compañera Conchita, ya por nosotros señalada anteriormente, eran –y es él en solitario en estos momentos- los últimos representantes de aquella Feria del Libro viejo de principios de siglo, donde se daba más importancia al libro en sí mismo que al resultado comercial de su venta, por muy digna, obligatoria necesaria que esta sea para mantener el negocio.
Don Alfonso Riudavets, yo así lo llamo con todos mis respetos desde que hace más de cincuenta años le visito, aparentemente se reviste con la máscara de un viejo ogro de mal carácter que domina a conciencia el mercado del libro viejo en donde no hay nadie que pueda rivalizar con él, ni en precios ni en cantidad de libros ofertados. Pero don Alfonso, como le pasaba a Conchita, su compañera de tantos años de profesión, me parece a mí, no es lo que a primera impresión aparenta. Su frecuente mal humor, sus, a veces, salidas de tono, encierran un profundo y asumido respeto hacia el ejercicio de su sagrada profesión que, sin restarle un ápice al asunto comercial, le sobrepasa por completo y le da esa pátina de ejercicio “sagrado”.
Pero es que Riudavets, además de ser el verdadero centro de la cuesta de Moyano, el libreo que arremolina alrededor de su caseta a los numerosos bibliófilos que de verdad sienten al libro como una obra sagrada, es el librero que “alimenta”, por decirlo de alguna manera, a cientos de pequeños libreros callejeros que se acercan a sus estantes para comprar barato y después aumentar su precio y así poder ganarse la vida. Señalábamos anteriormente que Ruidavets, conocedor pero ajeno por completo al posible malestar de los demás libreros de la Cuesta, porque –dicen ellos- tira los precios por los suelos, esos mismos libreros que le critican y ven con un mucho de envidia el numeroso público que diariamente “luchamos” por llegar a sus tableros, son los primeros beneficiados de sus precios y muchos de ellos han sobrevivido durante bastante tiempo en sus negocios a base de las compras que diariamente le hacían al mismo Riudavets, quien complaciente con sus vecinos de casetas, les permitía ser los primeros y beneficiados compradores de su deseada mercancía. Ya hemos señalado en otro lugar como los libreros de la Feria del Libro Viejo del Paseo de Recoleto, allá por el otoño, cuando no tenían mercancía para su venta, recurrían a la caseta número 15 de Moyano para surtirse, a precios baratos, lo que ellos iban a vender con un aumento considerable de su valor inicial.
La nueva Cuesta de Moyano, peatonal, enmarcada por el Jardín Botánico
El éxito de este librero –lo ha comentado él mismo en muchas ocasiones- es comprar barato, pero al contado, y vender también barato; no tener mucho tiempo los libros en las estanterías y rotar permanentemente su oferta. Pero es que, además –y esto lo decimos nosotros, los bibliófilos- la pareja de libreros que formaban Riudavets y Conchita era la más trabajadora de la Cuesta de Moyano. Haga frío o calor, sea día de diario o festivo, cuando aún no han llegado y abierto el resto de los libreros, ellos ya han montado las suyas y tienen a su alrededor a los impenitentes compradores.
Don Alfonso Riudavets es actualmente un librero jubilado que permanentemente sigue al pie del “tajo”, esta vez con un ayudante, pero ojo avizor con sus libros, en el que detrás de su aparente figura de mal genio con la que en algunos momentos se reviste, hay un hombre bueno, enamorado de su profesión, hasta el punto de haberse convertido con los años en otro gran entendido bibliófilo, con una importantísima biblioteca sobre bibliografía. Si en años pasados fue un esforzado comerciante de libros, los años y la experiencia le han convertido en un gran conocedor de la materia que pasa por sus manos.
Este amor y este conocimiento sobre los libros hace que nos conozca uno a uno a todos sus clientes y que sepa distinguir al bibliófilo que compra para su propio placer, del librero oportunista que viene a “aprovecharse” de su mercancía barata, y yo diría que hay hasta un trato preferente para los primeros, como yo he podido comprobar personalmente en multitud de ocasiones en los años que llevo acercándome a su caseta. Parte importantísima de mi biblioteca sobre Extremadura –y en general- se la debo exclusivamente a su trato de favor. Y yo, desde estas páginas, quiero agradecérselo públicamente.
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Pero al margen de estas reflexiones sobre escritores y libreros, quiero acercarme, con todo el amor que se merecen, al sujeto real de este trabajo: el libro.
Si a mí me preguntaran si yo creo en los milagros, con todos los respetos que el concepto se merece, tendría que decir que sí, y que en más de una ocasión yo he sido testigo, y objeto, de más de un milagro relacionado con los libros en la querida Cuesta de Moyano
Se ha escrito en más de una ocasión que los bibliófilos perseguimos los libros que son de nuestro agrado hasta la extenuación y que no descansamos hasta poseerlos y sentirlos nuestros (un ejemplo claro sería el del extremeño y gran bibliófilo don Bartolomé José Gallardo, al que le debemos la gran biblioteca de las Cortes Españolas, muerto en tierras de Levante cuando buscaba afanosamente un libro que añadir a su bien surtida biblioteca)
Es verdad. Esto nadie puede negarlo conociendo las biografías de bibliófilos ilustres como lo puedan ser el duque de T’Serclaes, Durán, Gayangos, o los extremeños, aparte del ya mencionado Gallardo, Don Antonio Rodríguez-Moñino, que nos ha legado la mejor biblioteca personal de los últimos siglos y que está a disposición de todos los españoles en la Real Academia de la Lengua, o a don Vicente Barrantes, verdadero impulsor de la recuperación del Monasterio de Guadalupe, después de que las autoridades españolas, con sus desamortizaciones en el siglo XVIII, lo hubieran arruinado y que para compensar la desastrosa desaparición de su soberbia biblioteca la recompuso con la suya propia.
Una panorámica de la actual Cuesta de Moyano peatonalizada
Estos personajes, hoy olvidados por el gran público dedicaron sus vidas a ampliar sus magníficas bibliotecas, comprando de sus propios bolsillos, pero también recuperando el impresionante patrimonio bibliográfico perdido o a punto de desaparecer por la desidia de los herederos de aquellos que aupados por su amor al libro fueron acumulando, estudiando y conservando ejemplares singulares que hoy forman parte del patrimonio nacional a través de la Biblioteca Nacional, de la Real Academia, del Monasterio de Guadalupe o del Escorial, cuando no, de otras bibliotecas americanas como sucedió con la del conde de T’Serclaes y la de su hermano el marqués de Jerez de los Caballeros, cuyos valiosos volúmenes forman en la actualidad la Biblioteca de la Hispanic of Society de Nueva York, para vergüenza de los gobiernos de Españas que no consideraron imprescindible su compra y orgullo de los americanos y del mundo entero que la disfrutan como un caso único de sus riquezas bibliográficas, sobre todo de sus Cancioneros y Romanceros de la lengua castellana de los siglos XVI y XVII.
Pero lo que nadie dice, y hay infinidad de testimonios que lo acreditan, es que también los libros perdiguen a los bibliófilos. Podrán sonreír al leer lo que puede parecer una salida de tono por mi parte, pero es que en los muchos años de búsqueda por ferias y rastrillos he tenido la ocasión de comprobarlo.
Voy a poner unos ejemplos de esta comunión o complicidad bibliófilo/libro-libro/bibliófilo, aunque ustedes puedan considerarlo fruto de la casualidad: En 2010 publiqué uno de mis libros titulado: Poetas de la Extremadura exterior, 1900-2010, que a modo de Antología o Guía, pretendía recoger los trabajos de los mejores poetas extremeños, mi tierra, que habiendo nacido en aquellas latitudes, por problemas de emigración, tan presente siempre en nuestra tierra, habían publicado parte importante de su obra, cuando no toda, fuera de Extremadura.
Naturalmente, el proyecto me llevó muchos años de trabajo y de consultas, pues eran muchos los poetas, muchísimos los libros a consultar, toda vez que yo quería hacerlo directamente sobre los libros publicados. Recuerdo que al trabajar sobre la obra de un poeta amigo, le solicité me prestara aquella obra que yo no había podido conseguir, buscándola en los lugares más dispares, y como estaba descatalogada desde hacía muchos años, me era muy difícil de consultar, pues tampoco figuraba en los fondos de la Biblioteca Nacional. Me prestó lo que pudo, pero me señaló que desgraciadamente no podía hacer lo mismo con una de sus primeras obras porque se habían publicado muy pocos ejemplares y él había perdido el suyo.
Como en las Farmacias, siempre hay alguna caseta abierta en Moyano a todas horas
Pocos días más tarde llego a la Feria, por entonces y por problemas de remodelación levantada en el Paseo del Prado, y en mi busca diaria compro algunos libros que me llevo a mi coche aparcado en la calle Alfonso XII. Mi intención era marcharme a casa, pero lo temprano de la hora me empuja a volver a dar otra vuelta con el fin de perder un poco de tiempo. Cuando me acerco a la caseta número 15, la de Riudavets, don Alfonso me llama y me dice: “tenga, estos libros me parece que también son de un escritor de su tierra”, mientras me entrega dos ejemplares iguales.
Solamente me entregó en aquella ocasión los dos delgados poemarios. Eran precisamente el libro que mi amigo no había podido entregarme y que yo necesitaba para completar su biografía.
Casualidad…, bueno, pudiera ser, pero tantas veces repetidas a lo largo de los años…
Voy a ponerles otro ejemplo de lo que estoy diciendo: durante el mismo trabajo (la segunda parte del mismo sigue inédita), necesitaba consultar la poesía de una escritora extremeña a la que yo, hasta esos momentos desconocía personalmente. Su obra poética era en aquellos momentos de cuatro libros, de los que sobre mi mesa de trabajo había uno, faltándome por lo tanto los tres restantes, que tendría que solicitar a la Biblioteca Nacional, pues desconocía el lugar de residencia de la poeta.
Un sábado por la mañana cualquiera llego a la Feria del Libro, todavía en el Paseo del Prado, y me acerco como siempre a la caseta del librero Riudavets. Don Alfonso debía de estarme esperando, pues nada más verme y conocedor de mis aficiones, me dice: “Tengo aquí un montón –así, un montón- de libros de poesía que quisiera que usted, sin compromiso, les diera un vistazo por si hay algunos de su interés, antes de ponerlos en el tablero.” Y nuevamente el “milagro”.
En el “montón”, más de cincuenta poemarios de distintos poetas, editoriales y fechas, cuando llegan a mis manos, veo que los tres primeros (he dicho bien, los tres primeros libros), como si me estuvieran esperando, eran los libros que me faltaban en mi trabajo. Bien –digo yo-, pudieron estar los susodichos poemarios metidos entre los numerosos acompañantes a la espera de mi consulta, pero, ¿no les parece algo extraño que fueran los primeros y que me fueran ofrecidos nada más llegar a la caseta? ¿Casualidad nuevamente?... Bueno, bien, pero yo lo tomo como en otras tantas ocasiones, como un pequeño milagro. Y así lo seguiré considerando siempre: como mis milagros de bibliófilo.
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Quisiera, si supiera hacerlo, llegar al corazón del lector a través de un pequeño homenaje al libro, mi compañero inseparable de tantas horas de soledad, de silencios en busca de mis inseguridades en esta vida. Ya he confesado que el libro, mi amigo, me ha salvado en más de una ocasión de naufragios y amarguras como, creo, todos los humanos pasamos en momentos determinados. Pero también me han acompañado en los momentos más felices de mi vida, que no han sido pocos, lo confieso.
En la cuesta de Moyano el tiempo no tiene valor y hay lugar para el descanso
Con un libro en la mano, aprendí a conocer el mundo en su globalidad: he viajado a los fondos de los mares, he alcanzado y me ha aposentado en la luna, me he sumergido en lo más profundo de los mares y he escalado los picos más altos de las cordilleras que se levantan orgullosas en los lugares más recónditos de la tierra. Julio Verne, me enseñó siendo niño a soñar y alcanzar con mis sueños aquello que el hombre no puede conseguir ni con fama ni con dinero.
Pero también aprendí en los libros a profundizar en el alma humana a través de los versos de Juan Ramón Jiménez, de los del atormentado y dolido Luis Cernuda; he sentido en mi alma la belleza de la palabra leyendo la inconmensurable obra de Federico García Lorca; he sacado profundas reflexiones de las páginas escritas por un hombre honrado y fiel al compromiso político de su tiempo, como lo fue siempre Miguel Hernández; de la limpieza y de la tristeza en el verso de un poeta tan grande y tan manipulado como lo ha sido hasta el momento Antonio Machado a diferencia de la alegría y vitalidad de la de su hermano y compañero de tantos escritos, Manuel…
Sin embargo, mi gran conquista personal con los libros, desde la distancia de tantos kilómetros como me separan de ella, es haber profundizado en el conocimiento de mi tierra, Extremadura, a través de las obras de sus grandes escritores, preferentemente.
Si anteriormente señalaba la recuperación de la obra de Felipe Trigo en el Rastro madrileño, personaje al que admiro por su valentía frente a lo encorsetado de la sociedad española (sobre todo extremeña) de su tiempo y al que tantas páginas he dedicado a lo largo del tiempo, la Cuesta de Moyano me facilitó en tantos años de búsqueda en sus surtidos tableros, el poder recuperar cientos de obras de nuestros grandes personajes, que me han enseñado a respetar y admirar el alma dormida o aherrojada por la incultura o el olvido, muchas veces intencionado, de mi Extremadura.
Conforme iba acumulando y leyendo libros de personajes extremeños, más grande se iba haciendo mi asombro y admiración por una tierra en la que pocos conocen su verdadera historia, ni mucho menos a los personajes que la hicieron posible con sus trabajos sobre la historia, la literatura, las ciencias, las armas y, en general, sobre cualquier otra rama de las artes, donde de forma brillante han dejado su indeleble huella.
Mis sentimientos y reafirmación de extremeñidad fue aumentado conforme leía los textos del incomparable Francisco Sánchez de las Brozas “El Brocense”, personaje que marcó un nuevo tiempo en la Universidad salmantina, junto a Fray Luis de León, cuyos avances en el mundo de las letras le costaría la persecución hasta su muerte por parte de los inquisidores; del inconmensurable Benito Arias Montano, secretario del Rey Felipe II y autor de una de las obras cumbres de la literatura de su tiempo: La Biblia políglota, salida de la imprenta del gran Plantino; de Juan Meléndez Valdés, represaliado por las políticas absolutistas, del rey felón Fernando VII, junto con otros personajes de su tiempo también víctimas de sus ansias de libertad, como lo fueron Bartolomé José Gallardo, o Donoso Cortés, tres gigantes del pensamiento libre en tiempo de esclavitud. Si a Gallardo le debemos, además de la creación de grandes bibliotecas que aún perviven en el tiempo, el ser el bibliófilo recuperador de obras perdidas en manos de advenedizos o vendidas en mercados extranjero, entre cuyas adquisiciones o señalamientos figuran los importantísimos Cancioneros y Romanceros castellanos de los siglos XVII y XVIII, con Donoso Cortés, marqués del Valdegamas,
-filósofo, parlamentario, político y diplomático, funcionario de la monarquía española en tiempos de la regente María Cristina, de quien fue importante consejero, hasta que la reina consideró que sus ansias de rapiña de los dineros del Estado estaban en franca confrontación con las ideas del moralista extremeño-, estamos en permanente deuda por su inmensa obra literaria y política, hasta su temprana muerte en París.
Y aprendí a rezar y a mirar al cielo con la poesía religiosa de la sin igual dama doña Luisa de Carvajal y Mendoza, nacida en Jaraicejo, Cáceres y muerta en Londres en su lucha contra los protestantes ingreses, a los que fue a combatir y cristianizar en su propio terreno, o con la obra de doña Catalina Clara de Guzmán, que duerme su sueño eterno en su pueblo de nacimiento, Llerena.
Lecturas que me llevaría años después a enamorarme de la poesía romántica de José de Espronceda o de la gran Carolina Coronado, la más importante embajadora que nuestra tierra tuvo en el siglo XIX allá por donde pisó, y más tarde a poetas de mi generación como José Iglesias Benítez, Pablo Jiménez García, José Miguel Santiago Castelo, Juan C. Rodríguez Búrdalo y tantos otros escritores con los que he tenido el placer de coincidir y mantener una amistad que dura hasta este momento en que estoy escribiendo.
Para no ser injusto en este recorrido de nombres de escritores extremeños, aunque no pueda nombrar a todos aquellos personajes a los que me acerqué a través de sus obras, no quisiera olvidarme de don Juan Bravo Murillo, el mejor ministro con sus cuatro carteras, de donde salieron proyectos tan importantes en tiempos de Isabel II, como el plan radial de carreteras nacionales, o el plan radial de ferrocarriles, después ampliados hasta formar una tupida red de araña que abarcaba todas las provincias españolas, o el primer plan de alfabetización salido de un gobierno central en España, donde se fundaron miles de escuelas, sobre todo en zonas rurales para paliar el bajísimo nivel cultural español, o la reorganización y modernización de la Hacienda Pública española, dejada al libre albedrío de los caprichos de la Corona y, por fin, la salvación de la capitalidad de Madrid trayendo el agua desde la cercana sierra de Guadarrama en un proyecto aún hoy admirado por toda Europa, a mediados del siglo XIX, que llevaría el nombre inmerecido de Canal de Isabel II. En “venganza” por haber limitado e intervenido los gastos de la casa real, la inauguración de tan importante como necesario proyecto para Madrid, en la Calle Ancha de San Bernardo (un río puesto en pie, como señaló un cronista), tuvo que verlo su creador desde una acera, porque la reina le había cesado de todos sus cargos. Así se escribe la historia.
Y aunque solo sea de pasada, y no todos, quisiera dejar escrito en estas notas de memoria bibliográfica los nombres de don Adelardo López de Ayala (el figurón político, como le señaló Reyes Huertas), José María Gabriel y Galán, José Moreno Nieto, Juan Pablo Forner, Luis Chamizo, Manuel Monterrey, el sabio Mario Roso de Luna, al que apodaron como “El mago de Logrosán”, Nicolás Díaz y Pérez, Rafael García-Plata de Osma,
José López Prudencio, Pedro Caba Landa, el ya mencionado Antonio Reyes Huertas, el escritor que mejor supo entender y retratar en sus escritos el alma de los campesinos extremeños con sus Estampas, y un largo listado de nombres que engrandecen la historia de nuestra tierra extremeña.
Cuando me propuse escribir sobre la vida y las obras de estos grandes personajes que ahora llenaban los anaqueles de mi bien surtida biblioteca, me propuse hacerlo, guiado por los grandes conocimientos y la amistad de un hombre de la talla literaria de don Rafael Rodríguez-Moñino y Soriano, como una humilde contribución a mi tierra, deseando abrir caminos a futuros investigadores, para lo cual añadí a sus biografías (cuarenta y cuatro en mis cuatro libros titulados: Escritores extremeños en los cementerios de España, a los que habría que añadir otras muchas, como la del mismo Rafael Rodríguez-Moñino, las “Obra Menor” de su incomparable tío, el bibliógrafo y bibliófilo don Antonio Rodríguez-Moñino, a quien se le impuso el sobrenombre de “El príncipe de los bibliófilos”, el trabajo de difusión de la biografía del sacerdote Diego Muñoz Torrero cuando conseguimos los extremeños en Madrid colocar su busto en el Palacio de las Cortes Españolas en 2018), una importante bibliografía de cada uno de ellos, lo que después de tanto tiempo de olvidos pudiera facilitar la labor de futuros investigadores, así como una reseña y fotográfíca de dónde están enterrados sus restos, para que no ocurriera con ellos lo que les ha sucedido a tantos grandes escritores de todos los tiempos, empezando por Cervantes y siguiendo por Lope, Calderón, Herrera y un larguísimo etc., que nos denuncia la dejadez y la falta de interés de las autoridades nacionales y del mismo pueblo por sus grandes hombres a los que tanto les debemos.
Pero quedaban otros muchos personajes con menos suerte que los que mis libros habían recogido, dado su completo olvido con motivo de luchas cainitas, y volvimos a ponernos en marcha en su recuperación y publicación de sus obras. De esta segunda etapa, surgieron los nombres de Ángel-Braulio Ducasse, nacido en Guareña, Badajoz y fusilado en las tapias de su cementerio en 1936 cuando aún no había alcanzado la treintena de años y su obra se reducía a dos poemarios y a cientos de artículos en los periódicos de su tiempo que hubo que buscar y ponerlos de nuevo en forma de libro. Del escritor dombenitense Francisco Valdés, buen escritor y mejor crítico literario, también muerto por aquellas fechas en las tapias del cementerio de su pueblo.
Pero entre todos estos escritores, había uno que desde siempre me llamó la atención por su excelente poesía, sin embargo, y puede que sea una apreciación personal no acorde con la realidad, en su vida personal era un verdadero desastre cuyo final estaba marcado por su desgraciada muerte, víctima de un cáncer, en la ciudad de Mérida, donde se había refugiado después de sonados fracasos sentimentales, literarios y escultóricos, buscando ayuda municipal para su obra escultórica trabajada en hierro frío, que nunca llegó a vender, salvo la que luce en una rotonda emeritense titulada Vietnam. Me estoy refiriendo a Luis Álvarez Lencero, cuya amplísima bio-bibliografía está firmada por mí y publicada por Sial Ediciones hace ya algunos años.
Ha sido una tarea ímproba que me ha llevado muchos años, pero que ahora viendo los tomos en mi estantería me llenan de satisfacción, por muchas que sean las dificultades vencidas o la posible poca calidad de mi escritura. Los datos están ahí, entre sus páginas, y otros escritores más válidos o más sabios vendrán a completar, aumentar y revalorizar estos humildes trabajos.
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Mi infancia y adolescencia están llenos de relatos, de cuentos de transmisión oral al calor de la lumbre en mi humilde hogar extremeño, donde nos recogíamos en los fríos inviernos y nos dormíamos al arrullo de las voces de nuestros familiares másqueridos, que intentaban de esta manera llenar nuestras almas de ensueños, quizás para que no pensáramos en los retortijones que nos hacía el estómago más de una vez insuficientemente abastecido.
Eran años de penurias, pero ¿puede un niño calibrar estas necesidades cuando está rodeado de los suyos y tiene todo el tiempo del mundo para para jugar, para soñar?
Recuerdo que cuando terminaba el verano y los hombres tenían tiempo para el descanso después de finalizar las jornadas en el campo y a la espera de la vendimia, ya con mi padre muerto prematuramente, las mujeres salían a la calle con sus sillas de enea, “a tomar el fresco”, decían, pero, sobre todo, al comadreo y cotilleo de todo lo que sucedía en el pueblo, tan común en aquellos tiempos sin radio ni televisión que ha modificado ya para siempre nuestra forma de vida, haciéndonos más individualistas y menos solidarios. Los niños, con los oídos muy abiertos, escuchábamos el critiqueo de las damas, pero también historias y relatos que quedaron grabados en mi mente para siempre, como quedaron las canciones de ciegos, los romances populares, relatos de crímenes y robos por los cortijos y senaras que nos ponían los pelos de punta, pero a los que no estábamos dispuesto a renunciar oírlos relatar.
Muchos años más tarde, cuando ya la vida se inclina irremediablemente hacia el final, cuando ya el pelo se tiñe de blanco y las tensiones de la vida se van suavizando, esos cuentos e historias de mi infancia vuelven a mi memoria como queriendo decirme que no todo está perdido. Que la vida es eso, un repetir una y mil veces las mismas historias, las mismas leyendas, los mismos cuentos ahora modernizados. Que podrán cambiar las formas, pero que los hechos de los hombres son y serán siempre las mismas. Es la nostalgia por nuestra infancia la que vuelve a desempolvar tantos recuerdos que parecían olvidados para siempre y que vuelven a reverdecer con el mismo vigor de entonces en mis nuevos libros.
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Me he puesto nostálgico en mis últimos renglones, porque he vuelto, hace unos días, después de mucho tiempo de no pisar la Cuesta de Moyano, a recorrer sus casetas y ver que todo sigue como lo dejé hace ahora dos años, cuando decidí deshacerme de mi numerosa y valiosa biblioteca donada a un pueblo de mi Extremadura. Y aunque sigo leyendo y escribiendo diariamente, ya no encuentro la motivación que me llevaba en otros tiempos a la Feria.
Y he vuelto porque mi agradecimiento a don Alfonso Riudavets, me obliga, como siempre he hecho, a llevarle mis últimos trabajos publicados, esta vez dos libros de relatos donde intento rescatar mi infancia (La patria del hombre es la infancia, que diría Rilke). Yo, que salí de mi pueblo siendo aún un niño, pero que llevo en mi memoria, el olor de sus campos, el blanco de sus casas, el infinito azul de sus cielos, el habla de sus gentes, el perfil de su iglesia… Nostalgias de un tiempo ya perdido en la memoria que no ha de volver…
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Quisiera finalizar estas memorias de un bibliófilo, recordando a tantos compañeros de fatigas que me han acompañado en las mañanas frías o calurosas de este Madrid que nos acogió hace tantos años y en donde he hecho, bien o mal mi vida. Muchos ya se han marchado para siempre, pero queda el recuerdo como tabla de salvación y la muerte, esa maldita compañera que espera al final del camino, será ineficaz mientras queden en el recuerdo los queridos amigos que con nosotros amaron una pequeña calle donde tantos sueños encontramos.
Y quisiera hacerlo recordando a un personaje singular; a un bibliófilo querido y respetado, tanto por los libreros como por los amigos de aficiones, quienes durante años le hemos tratado en su semanal peregrinar por tan delicioso lugar: me estoy refiriendo a mi querido amigo Manolo Bercero.
Ya no me acuerdo en que año le conocí, pero mi memoria me retrotrae a mis primeras visitas, allá por los finales de los años sesenta. Manolo era un hombre bueno, afable, que iba saludado a todo el mundo, porque todo el mundo le conocía y le apreciaba. Sabían de su seriedad y era correspondido en su amabilidad. Seguramente, el encontrarnos semanalmente en los mismos lugares, fuera lo que iniciara una relación que duró hasta el momento de su muerte en una fría residencia de ancianos; él, que era tan vitalista y amigo de conversación, quedó aislado en su habitación, sin nadie con quien hablar, y lo que era más triste: lejos de los pocos libros que le quedaban después del expolio sufrido en los últimos tiempos.
Al principio, solo le conocía de vista, pero su buen humor, su trato exquisito y sus grandes conocimientos sobre libros me hicieron acercarme a él, del cual recibía consejos y orientaciones sobre temas y ediciones para mí desconocida.
Sabedor con el tiempo de mis temas preferidos, Manolo me guardaba amablemente ejemplares de y sobre Extremadura, que él sabiamente localizaba en las numerosas casetas de Moyano o en el Rastro.
Los años fueron pasando y nuestra amistad creciendo hasta que Manuel se fue haciendo mayor y le surgió la necesidad de vender su querida biblioteca, que antes que a nadie puso a mi disposición. El problema era que Manuel no tenía hijos y que quería habitar, con su bella esposa, el local en la planta baja de una corrala en la calle de Calatrava donde tenía su inmensa biblioteca, lugar de recreo y charlas con sus amigos, que yo visité en numerosas ocasiones, toda vez que su actual piso era un tercero sin ascensor y los años le iban pidiendo cuenta a sus rodillas.
Hoy, querido Manuel, cuando me pongo a recordar aquellos tiempos, tu imagen me viene a la mente y tu recuerdo te engrandece, por lo que quiero rendirte mi pequeño homenaje de gratitud por tu amistad. Y cuando miro las estanterías de mi casa llenas de libros y me acuerdo de las tuyas en tu covacha de la calle Calatrava repletas de bien cuidados ejemplares, que me fuiste vendiendo poco a poco, me entra un escalofrío de nostalgia y de miedo recordando tus ojos apenados al ver cómo se iban esfumando, semana a semana, mes a mes, algunas de las más queridas obras que tú habías ido recopilando durante años. Y me duele porque sé que más tarde o más temprano me puede suceder a mí lo mismo que te sucedió a ti y tenga que buscar una solución que desde hace años me está pidiendo el espacio restringido de mi casa y las quejas siempre apropiadas, de mi esposa.
Pero tú y yo sabemos, querido amigo, que mientras tengamos un hálito de vida seguiremos firmes en el amor a los libros y que seguiremos luchando a brazo partido para que ese enorme caudal de sabiduría que encierran entre sus páginas no se pierda o desaparezca víctimas de las nuevas técnicas de lecturas, como lo puedan ser las redes sociales. Nunca ha de desaparecer el libro en papel y a ellos nos entregaremos de por vida.
Si don Claudio Moyano desde su pedestal preside la entrada de la Cuesta Moyano, don Pio Baroja desde el suyo la cierra.